En años recientes, se ha prestado una atención muy pertinente en la expresión literaria y política a la decepcionante cantidad de individuos y familias que son muy pobres. Hay graves problemas sociales, de cumplimiento de la ley, de drogas, de vivienda y de salud que se derivan de la concentración de estos desdichados en los centros urbanos. El número mucho mayor de norteamericanos que viven bastante por encima del nivel de pobreza, y el número considerable de los que viven en un relativo bienestar, han provocado, por otra parte, muchos menos comentarios. [la renta de estos últimos sectores] está a su vez relativamente garantizada por una serie de refuerzos públicos y privados: fondos de pensiones, Seguridad Social, servicios médicos con apoyo y patrocinio público y privado, sostenimiento de las rentas agrarias y carísimas garantías frente a la quiebra de las instituciones financieras, los bancos y las ahora tan famosas cajas de ahorro.

El papel sustancial del Estado en la subvención de este bienestar merece algo más que un comentario de pasada. Cuando se trata de los empobrecidos la ayuda y el subsidio del gobierno resultan sumamente sospechosos en cuanto a su necesidad y a la eficacia de su administración a causa de sus efectos adversos sobre la moral y el espíritu de trabajo. Esto no reza, sin embargo, en el caso del apoyo público a quienes gozan de un relativo bienestar. No se considera que perjudiquen al ciudadano las pensiones de la Seguridad Social presentes o futuras, ni como depositante, el que se le salve de la quiebra a un banco. Los relativamente opulentos pueden soportar los efectos morales adversos de los subsidios y ayudas del gobierno; pero los pobres no.

En el pasado, los afortunados económica y socialmente eran, como sabemos, una pequeña minoría, un pequeño grupúsculo que dominaba y gobernaba. Hoy representan una mayoría aunque, como ya se ha dicho, una mayoría no de todos los ciudadanos sino de los que realmente se expresan. Es preciso y oportuno hacer mención a los que se hallan en esa situación y que responden en las urnas. Les llamaremos la Mayoría Satisfecha, la Mayoría Electoral Satisfecha o, en una visión más amplia, la Cultura de la Satisfacción. Hay que insistir, porque es así, en que esto no significa que sean una mayoría de todos los que tienen derecho a votar. Gobiernan bajo el cómodo abrigo de la democracia, una democracia en la que no participan los menos afortunados. Tampoco significa (un punto importantísimo) que por estar satisfechos se estén callados. Pueden estar, como ahora, muy enojados y expresivos respecto a lo que parece perturbar su estado de autosatisfacción.

Aunque la renta defina, en términos generales, a la mayoría satisfecha, nadie debería suponer que esa mayoría sea profesional o socialmente homogénea. Incluye a las personas que dirigen las grandes empresas financieras e industriales y a sus mandos medios y superiores, a los hombres y mujeres de negocios independientes y a los empleados subalternos cuyos ingresos estén más o menos garantizados. También incluye a la importante población (abogados, médicos, ingenieros científicos, contables y muchos otros, sin excluir a periodistas y profesores) que forma la moderna clase profesional. Asimismo hay un número apreciable, aunque decreciente, de quienes eran llamados en otros tiempos proletarios, los individuos con oficios diversos cuyos salarios se ven hoy, con cierta frecuencia, complementados por los de una esposa diligente. A ellos, como a otros de familias con salarios dobles, la vida les resulta razonablemente segura.

Nada de esto sugiere la ausencia de una constante aspiración personal ni la unanimidad de la opinión política. A muchos que les va bien, quieren que les vaya mejor. Muchos que tienen suficiente, desean tener más. Muchos que viven con desahogo, se oponen enérgicamente a lo que pueda poner en peligro su comodidad. Lo importante es que no hay dudas personales sobre su situación actual. La mayoría satisfecha considera que el futuro está efectivamente sometido a su control personal. Sus iras sólo se hacen patentes -y pueden llegar a serlo mucho- ciertamente cuando hay una amenaza o posible amenaza a su bienestar presente y futuro; cuando el gobierno y los que parecen tener menos méritos, impiden que se satisfagan sus necesidades o exigencias, o amenazan con hacerlo. Y en especial, si tal acción implica mayores impuestos.

En cuanto a la actitud política, hay una minoría, nada pequeña en número, a la que le preocupa, por encima de su satisfacción personal, la situación de los que no participan del relativo bienestar. 0 que ve los peligros más lejanos que acarreará el concentrarse en la comodidad individual a corto plazo. El idealismo y la previsión no han muerto; por el contrario, su expresión es la forma más acreditada de discurso social. Aunque el interés propio actúe a menudo, como ya veremos, bajo una cobertura formal de preocupación social, gran parte de la preocupación social tiene una motivación auténtica y generosa. Sin embargo, el propio interés es, naturalmente, el impulso dominante de la mayoría satisfecha lo que en realidad la controla. Esto resulta evidente cuando el tema es una intervención pública en beneficio de los que no pertenecen a esa mayoría electoral. Para que esta medida sea eficaz ha de sufragarse indefectiblemente con dinero público. En consecuencia, se la hace objeto de un ataque sistemático basado en elevados principios, aunque su falsedad resulte a veces bastante visible.

La primera característica, y la más generalizada, de la mayoría satisfecha es su afirmación de que los que la componen están recibiendo lo que se merecen en justicia. Lo que sus miembros individuales aspiran a tener y disfrutar es el producto de su esfuerzo, su inteligencia y su virtud personales. La buena fortuna se gana o es recompensa al mérito y, en consecuencia, la equidad no justifica ninguna actuación que la menoscabe o que reduzca lo que se disfruta o podría disfrutarse. La reacción habitual a semejante acción es la indignación o, como se ha indicado, la ira contra lo que usurpa aquello que tan claramente se merece.

La segunda característica de la mayoría satisfecha, menos consciente pero de suma importancia es su actitud hacia el tiempo. Sintetizando al máximo, siempre prefiere la no actuación gubernamental, aun a riesgo de que las consecuencias pudieran ser alarmantes a largo plazo. La razón es bastante evidente. El largo plazo puede no llegar; ésa es la cómoda y frecuente creencia. Y una razón más decisiva e importante: el costo de la actuación de hoy recae o podía recaer sobre la comunidad privilegiada; podrían subir los impuestos. Los beneficios a largo plazo muy bien pueden ser para que los disfruten otros. En cualquier caso, la tranquila teología del laisser faire sostiene que, al final, todo saldrá bien.

Una tercera característica de quienes disfrutan de una situación desahogada es su visión sumamente selectiva del papel del Estado. Hablando vulgar y superficialmente, el Estado es visto como una carga; ninguna declaración política de los tiempos modernos ha sido tan frecuentemente reiterada ni tan ardorosamente aplaudida como la Necesidad de «quitar el Estado de las espaldas de la gente». Ni el albatros que le colgaron al cuello al viejo marinero sus compañeros de navegación en el célebre poema de Coleridge era una carga tan agobiante. La necesidad de aligerar o eliminar esta carga y con ello, agradablemente, los impuestos correspondientes es artículo de fe absoluto para la mayoría satisfecha.

Pero aunque en general se haya considerado al gobierno como una carga, ha habido, como se verá, costosas y significativas excepciones a esta amplia condena. Se han excluido de la crítica, claro, las pensiones profesionales, los servicios médicos de las categorías de ingreso superiores, el sostén de las rentas agrarias y las garantías financieras para los depositantes de bancos y cajas de ahorro en quiebra. Son firmes pilares del bienestar y la seguridad de la mayoría satisfecha. Nadie soñaría con atacarlos, ni siquiera marginalmente, en ninguna contienda electoral. Tales son las excepciones que hace la mayoría satisfecha a su condena general del Estado como una carga. El gasto social favorable a los afortunados, el rescate financiero, el gasto militar y, por supuesto, los pagos de intereses constituyen, con mucho, la parte más sustancial del presupuesto del Estado y la que ha experimentado, con gran diferencia, en fechas recientes, mayor incremento. Lo que queda -gastos para ayuda social, viviendas baratas, servicios médicos para los sin ellos desvalidos, enseñanza pública y las diversas necesidades de los grandes barrios pobres- es lo que hoy se considera como la carga del Estado. Es únicamente lo que sirve a los intereses de los que no pertenecen a la mayoría satisfecha; es, ineludiblemente, lo que ayuda a los pobres.

Y hay una circunstancia más, socialmente un tanto amarga, que se ha pasado oportunamente por alto: que el desahogo y el bienestar económico de la mayoría satisfecha están siendo sostenidos y fomentados por la presencia en la economía moderna de una clase numerosa, sumamente útil, esencial incluso, que no participa de la agradable existencia de la comunidad favorecida.

John Kenneth Galbraith

Extractos de “El carácter social de la satisfacción. Una visión de conjunto”
Publicado en el libro La Cultura de la Satisfacción

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